miércoles, 13 de abril de 2011

A veces los ’70 no son solo muerte y duelo. La memoria también es esto

Artículo de Nicolás Casullo en Página 12 sobre los desajustes del actual debate en torno a los medios en relación a una fértil historia de pensamiento crítico sobre la comunicación masiva en el país.


MEDIOS, POLITICA Y SOCIEDAD

Una nueva historia vieja



El vínculo orgánico entre propiedad privada de los medios de producción, es decir desigualdad estructural y radical, y ‘democracia’, ya no es un tema de polémica socializante, sino la regla del consenso.”
Alain Badiou



Siempre es bueno comenzar con la cita de un filósofo francés cuando uno es un “intelectual”. Además, cuando tal filósofo hace referencia a brutales olvidos en nuestras formas actuales de la política. Olvido de palabras que solían nombrar críticamente la realidad del mundo, suplantadas por otras palabras raticidas. Ejemplo, el vocablo “consenso”, al parecer naïf, pero que hoy sirve para nombrar una suerte falaz de “mundo-todos-de-acuerdo”, pero mundo al que sin embargo le faltan todos los que no están invitados en esa mesa. Y donde tampoco sobreviven los temas “desaparecidos”, que ni siquiera parecen estar en la memoria de las cosas.
Algo de esto sucede con el tema de los medios de comunicación, su relación con la sociedad como poderes privados, con el Estado, su función y significados en el marco de los conflictos nacionales. De pronto el tema alcanza escena, visibilidad en el país, una imprevista voz presidencial, intervenciones universitarias, títulos, “Observatorio de Medios”, “Ley de Radiodifusión”, “Grupo Clarín”, “Papel Prensa”. Y es bueno que esto suceda. Es de primera importancia para discutir aquí, como en muchas democracias latinoamericanas atravesadas por los grandes trusts formadores de opinión pública.
Decía del olvido temático, una forma de la barbarie cultural que se padece. Porque hablando en estos días con alumnos y periodistas jóvenes, el litigio sobre los medios parte hoy de un precario punto cero. Como si careciese de todo antecedente. No porta biografía, sino las típicas ideologías del presente donde todo se reduce a un Boca y River sin contenido específico. Esto es, a la imposibilidad de pensar de qué se trata lo que está en tensión: cosa difícil de despejar cuando los propios medios son los aludidos y actores. Olvido entonces de una faceta de la historia política argentina, donde la cuestión de los medios de comunicación de masas fue parte central para pensar inconformistamente nuestra cultura, la izquierda, la derecha, las hegemonías, la contienda de intereses en el campo de las representaciones.

Volver al futuro


Enfatiza el sociólogo Heriberto Muraro –al analizar los Informativos de los canales 9, 11 y 13– sobre “el empleo del noticiero como difusión de ideología conservadora” a partir de “la mutilación y el retoque de noticias”. Apunta sobre “la transformación de dichos programas en una suerte de show”, que pretenden “la neutralización de la información” (aparentar que no se toma posición política), a la vez de “promover falsamente una ideología crítica ‘popular’, transacción ideológica” como dispositivo que procura que el espectador “se sienta comprendido”: con “una identificación inmediata” con la pantalla desde mensajes “parciales y vicarios”. Esto lo estudió y lo publicó Muraro no al otro día del paro agrario, sino en junio de 1972: una época que estaba signada por el encuentro activo de estudiosos y periodistas sobre el espinoso tema de las comunicaciones de masas en la Argentina.
Por ese entonces, 1973, comenzó a editarse una de las revistas más importante de la época, Comunicación y Cultura, uno de cuyos directores, Héctor Schmucler, escribió en su primer número: “La revista escoge la ‘comunicación masiva’ como punto de partida específico del debate político cultural”. Y agregaba que desde ese tema clave, “deben emerger los gérmenes de una nueva teoría y práctica de la comunicación que se confundirá con un nuevo modo de producir la vida”. Señaló al respecto: “Durante los últimos años se ha desarrollado un impetuoso movimiento de estudios sobre la comunicación masiva, que tiñe todo el debate político” sobre qué democracia se quiere.
Efectivamente, los últimos años ’60 y los primeros ’70 trajeron una plena toma de conciencia en los mundos artísticos, periodísticos e intelectuales, no sólo sobre la importancia de discutir la comunicación masiva, sino cómo encarar políticamente la problemática concreta sobre un poder privado, monopolizado en escasísimas manos y que trastrocaba el imaginario de amplios actores sociales.
Escribía en 1970 el otro director de Comunicación y Cultura, Armand Mattelart: “El medio de comunicación de masas es un mito al cual se considera dotado de una autonomía que trasciende a la sociedad misma. Es la versión actualizada de ‘las fuerzas naturales’ que ocultan sus distintas formas de manipulación”, que plantean “modelos normativos” y crean “una comprensión colectiva donde los conflictos son tergiversados”. Argumentaba Ma-ttelart: “Se trata de hacer evidente la actuación del medio, de modificar la estructura de poder de la información de masas, la concentración económica de ese poder, la malformación cultural que sufre la democracia con respecto a los dueños de ese poder”.

Edades periodísticas de crítica


Las polémicas que tienen lugar en la actualidad no dan cuenta de esta historia cultural. Historia que legitima por qué un problema es un problema de verdad. El Gobierno que de pronto da la sensación de romper con “socios” mediáticos a los que ha privilegiado hasta hace muy poco, y los medios que se sienten agredidos simplemente porque pasan de ser sujetos denunciantes a objeto de análisis como actores siempre posicionados, ambas instancias exponen muchas veces “la tierra arrasada” en que se convirtió en los últimos veinte años, al menos, la relación política-medios-crítica. Y también sobre la ausente tarea periodística reflexionándose a sí misma en cuanto a este poder ideológico.
Sin duda, hace cuatro décadas los conflictos a debatir sobre la comunicación masiva se impusieron como una ecuación medular, donde se dirimía qué tipo de sociedad institucional estaba en juego. Esto desde agrupaciones periodísticas peronistas como la 26 de Julio, 26 de Enero, el Bloque de Prensa, que entre los años 1969 a 1974 nuclearon gremial, política e intelectualmente al periodismo más concientizado en la crítica a los medios, o desde una tarea de contrainformación como la de Rodolfo Walsh, ya en plena dictadura. Entre estas dos referencias del pasado, tal arco de experiencias postuló que lo mediático de masas debía hacerse visible en el escenario social: caracterizable, “leíble”, cuestionable desde la crítica política. Sobre todo desde el propio productor de información, y con planteos de corte económico, jurídico y de la misma práctica laboral, ítem referidos directamente a la importancia de la construcción de sentido común societal.
Así lo expuso también un analista del fenómeno, el norteamericano Herbert Schiller, en un documento publicado en 1975 por la UBA: “No se puede hablar ya de política y Estado nacional sin señalar el nuevo poder tecnológico y cultural de las comunicaciones en manos monopólicas. Dichos medios no son ya simple trasmisores de información, sino medios de control social. Se debe pluralizar democráticamente –desde la participación y la crítica de la sociedad civil y política– el tema de las responsabilidades de ese poder privado que se adueña de una controvertida idea de libertad y democracia”.
Fue una extensa experiencia de debate político, que luego quedó borrada no sólo por la edad del exterminio dictatorial, sino por la década del peronismo menemista que terminó de sepultar las huellas de esta herencia y sus diversos partícipes. De tal manera que hoy, el regreso del tema en el propio mundo de la cultura aparece como “sorpresa”, o gesto “autoritario”, o lesionante de una idea mítica de “libertad de prensa” como coro empresarial asumido por un nuevo intelecto conservador.
Todavía para 1986 el sociólogo Oscar Landi puntualizaba: “La democracia post dictatorial no tuvo una decidida intervención de la política sobre el sistema de medios. Entre la propiedad privada de los medios y las intervenciones del Estado, se debió hacer ingresar un tercer elemento: la comunicación como derecho social, a través del cual democráticamente la sociedad interviene en la definición de su sistema de medios”. Agregaba Landi: “En el fondo está en juego cómo se genera la representación en el sistema institucional”.
El alfonsinismo no lo hizo, y con el menemismo se extinguió todo debate importante sobre los medios. Todavía para 1991 expresaba el analista Luis Alberto Quevedo en un congreso sobre Cómo Pensar Política y Medios: “Lo nuevo es el papel productivo de la TV en la formación de la agenda pública, en la construcción de escenarios, en la legitimación y deslegitimación de personas y temas. No se trata de saber cómo la TV oculta la realidad, sino qué realidad construye”.
De esto hace dieciséis años. Pero es ahora. Para aquel entonces el tema ya había abdicado de casi todo protagonismo (incluido el período Kirchner) hasta hoy. La política y la cultura, desde arriba o desde abajo, desde el centro hacia la izquierda (salvo excepciones de escasa repercusión), perdió contacto con sus propios legados en la materia. Con la propia riqueza de sus archivos. Un pensamiento cultural donde las cosas aparecen siempre “nuevas”, repentinas, sospechosas, marca la actual línea de indigencia “posmoderna”. Sería válido entonces recobrar la memoria de que en América latina diferentes sectores avanzados del campo cultural polemizaron y propusieron alternativas a la relación Medios-Sociedad en los ’70 (caso Perú sobre todo), como clave de construcción de una comunidad democrática popular. Y hoy, frente a una nueva coyuntura de conflictos, muchos núcleos políticos lo vuelven a discutir en Ecuador, Brasil, Bolivia y Venezuela.
Tal vez ahora se pueda, de avanzar ciertas inéditas intenciones del Gobierno, reponer y desplegar un debate (cancelado) sobre los medios masivos, en el contexto de una situación donde ninguna identidad política, ninguna instancia gremial o cultural, ni muchas universidades, tiene un discurso que va mucho más allá del sentido común que impone la programática de mercado con su doctrinarismo sobre “la libertad” del alto capital mediático concentrado, y el fetichismo del periodista “independiente”.

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