sábado, 24 de septiembre de 2011

Generación Nordelta

Generación Nordelta
La aparición de countries y barrios cerrados, una moda que nació en los ‘90 y explotó hace 10 años, cuando se construyó el complejo ubicado en Tigre, se convirtió rápidamente en objeto de estudio de la Sociología. Cómo ven la realidad los chicos criados allí que hoy son adolescentes. La inseguridad y el alcohol, los temas que más les preocupan. El esfuerzo por no transformarse en una burbuja. El testimonio de los protagonistas.
>> por Lucila Marti Garro




Cuando van a Capital les impacta el ruido, la cantidad de gente, la avalancha de autos, la escasez de verde, los locales encimados, la contaminación visual, el smog. Perciben el contraste con la realidad cotidiana de sus barrios cerrados: calles con triciclos y bicicletas, grupitos de chicos que pululan despreocupados, y distancias que a veces los convierten en rehenes. Mejor para algunos, nocivo para otros, este estilo de vida cada vez más expandido ya está dando a luz a las primeras generaciones country. Mientras tanto, las ciencias sociales se preocupan por definir y crear conceptos en base a ellos. Aquí, las voces de sus protagonistas.

Agustín vivía en Capital. Estaba en séptimo grado. Con 10 pesos y las llaves de su casa, podía moverse solo para todas partes. Un día, sus padres tomaron la decisión de mudarse a Nordelta, y pasó al asiento trasero del auto. Lo llevaban y lo traían. Hasta ahora.

“Al principio me llevaban mis padres, pero cuando ya manejás y empezás con horarios que no son compatibles con los de ellos, me empecé a mover solo. El problema es que en nuestro país los horarios están cambiados. En ningún país del mundo salís a la una de la mañana y volvés a las seis. Cuando empezás a tener esos horarios no hay chances de que te vayan a buscar”, cuenta. Hoy, con 17 años, vive en uno de los barrios de la ciudad pueblo y va al colegio Santa Teresa, de Tigre. Ya puede moverse en auto, y hace pool con unos pocos amigos que también conducen. En algunas excepciones se mueven en remis. Su visión más amplia tal vez contraste en algún punto con el chico criado desde sus primeros años en un barrio cerrado. “Tenés seguridad, no tenés que estar tan preocupado. Pero si los criás siempre adentro, si vivís 15 o 16 años adentro (de un barrio cerrado) después te cuesta más salir y manejarte solo. Lo veo con mi hermano que es más chico, fue criado acá y ahora tiene que empezar a manejarse solo pero sigue necesitando de mi mamá”, cuenta.

A María Laura le dicen “Malala”. Vive desde que tiene un año en Boat Center, un barrio pionero en la zona, lindero a Nordelta. Hoy tiene 14 años, y va al Northlands, uno de los colegios que están dentro de la ciudad pueblo. “Es lógico que nos cueste salir, llegado el momento. Va a costar porque es un cambio muy grande, pero creo que te podés adaptar igual. Es natural, porque acá no tenés que preocuparte por nada, no cerrás la puerta del auto, es un entorno totalmente distinto”, señala. 

Así como los niños pululan en las calles desde más temprano, los adolescentes paradójicamente tienen menos independencia frente al mundo exterior: son víctimas de algunas fronteras geográficas, falta de transporte público y distancias imposibles de recorrer de otra forma que no sea en auto.

Con menor o mayor grado de dificultad, los adolescentes asumen que hay un punto en que hay que traspasar el cerco, y vivir la calle. Con lo bueno y lo malo que eso implica. Así como el ingreso al secundario fue el pasaporte para el celular, el ingreso a la facultad es la última chance de salir del muro. Aunque generalmente suele ser antes.

¿Cómo ven la inseguridad?
- Acá te pueden robar la bicicleta pero es muy diferente a lo que ves afuera, responden al unísono los jóvenes reunidos por WE.

¿Viven en una burbuja?
- María Laura: Tal vez sea una burbuja, pero en el colegio que yo voy, todos los días tenemos una reunión y nos explican todas las noticias, nos abren los ojos. El colegio está muy enfocado al servicio y los valores, y hacemos salidas que nos muestran otras realidades. Una vez al mes se hace el service day, y se hacen obras por los colegios de la zona que están apadrinados. Por ejemplo, todo el secundario fue a dar clase a una escuela de niños con síndrome de down, llevamos juegos de mente como el memotest, y el dominó. 

- Agustín: Hay muchos que dicen “vos vivís en un barrio cerrado, estás en una burbuja”. Creo que no es así. Los que vivimos acá sabemos que no es la realidad del país, cuando recorrés, y más aún las provincias, te das cuenta. En mi grupo de amigos, vivas o no en un country somos iguales. La diferencia es que tal vez estamos en la casa de uno y tenemos que ir a dos cuadras y me dicen, “che, vamos caminando” y a mí me resulta raro porque acá siempre estás protegido, pero lo hago igual.

En el colegio Marín, de Nordelta, un trabajo de investigación de chicos de 15 años se centró en ahondar si vivían en una burbuja. “Llegamos a la conclusión que sí, que vivíamos en una burbuja, que siempre comíamos por acá, salíamos por acá. Pero también depende de qué hagan los padres para mostrarles a sus hijos otra realidad. Aunque los críen acá deben ser conscientes de que hay otras realidades”, cuenta Agustina con una simpatía arrolladora. Ella es una de las estudiantes de 15 años que participó del proyecto. 

Belén se mudó a Las Glorietas cuando tenía 5 años. Hoy, su madre es quien le dice que pase tiempo en Capital. “Yo tengo amigas del jardín, y arreglamos para pasar el fin de semana allá. Salir y conocer cómo es la vida ahí, ir a la casa de mis amigas, salir solas sin un adulto, eso lo hago. Al día le perdí el miedo, pero a la noche todavía no. Tomo muchas precauciones, escondo la plata, el celular, estoy pendiente de la cartera...”, relata.

Ir a Capital suele ser una experiencia en sí misma. Las chicas cuentan con entusiasmo lo vivido la semana anterior, cuando fueron a hacer un modelo de las Naciones Unidas a la Universidad de Belgrano. Simulaban la ONU, y cada chico representaba a un país. Había alumnos de distintos colegios. Lo divertido para ellas fue manejarse solas durante toda la semana. “Salíamos a comer cerca de la universidad, salíamos a caminar. Estuvo buenísimo”, relatan. De la misma manera que envidian esa vida de ciudad, sus amigos de colegios en Capital les envidian que salen caminando del colegio a la hora del almuerzo a hacer un picnic a orillas del lago.

¿Cómo son sus salidas de noche?
- Con mis amigas somos bastante caseras -cuenta Belén-. Cuando tenemos una fiesta de 15, alquilamos las combis del colegio y a la vuelta nos deja en la puerta de cada barrio. Sino nos movemos por acá, vamos al shopping o de una casa a la otra. Pero depende del grupo en el que te muevas. Hay chicos que juegan a algún deporte en un club y entonces salen con otros grupos, se mueven más afuera. Depende de cada uno.

Problemas de barrio
Buscar un estereotipo de chico country sería englobar a todos en la misma bolsa. Los hay egoístas y competitivos, los hay generosos y solidarios. Porque estos barrios que aparentan ser homogéneos demuestran que en esencia sus habitantes pueden ser tan disímiles como el propio ser humano. Para algunos, vivir en un barrio cerrado es dejar a los chicos libres. Según cuentan los propios adolescentes, eso lleva a cometer travesuras como bajar la térmica de la luz en los pilares domiciliarios o hacer rinrraje, pero también ha desembocado en actos de vandalismo como meterse en las casas en construcción, pintar con aerosol las paredes del clubhouse o tirar bicicletas de vecinos al lago. La única sanción es económica, y a veces no alcanza.

El alcohol también es un problema que no distingue clases sociales y sea en los boliches o fiestas privadas, siempre se filtra. María, con sus 14 años, cuenta indignada una anécdota que le tocó vivir con sus compañeros de un colegio de Pilar. “Un amigo cayó en coma alcohólico, tras asistir a una fiesta donde supuestamente no habría alcohol. Un chico más grande que nosotros metió la bebida por la ventana del baño. Mi amigo cayó en coma alcohólico y no sabíamos qué hacer. Estuvo internado y le dijeron que no tomara más, y el fin de semana siguiente estaba borracho otra vez”, cuenta.

Agustín retoma el tema. “Hoy en la noche hay un montón de alcohol. Está en uno conocer y saber controlarte, saber los límites. Si vos tomás alcohol pero no te gusta darte vuelta la cabeza todas las noches, no vas a estar en un grupo donde la diversión sea esa. Así, se van depurando los grupos, y hay de todo”, dice, y se alerta al percibir que los adolescentes son cada vez más precoces en su debut con el alcohol. “Hoy en la Argentina, en séptimo grado ya están tomando alcohol. Me parece grave. En general es una locura todo lo que viven los adolescentes”, cuenta.

¿Cuáles son los problemas más graves de Argentina?
- La inseguridad -responden varios casi a coro-.
La educación -dice Camila-. Para mí todo empieza por la educación.

En seguida Agustina agrega la pobreza. Y entre sus amigas, arman una explicación que liga la falta de educación con la pobreza, y todo desemboca en la inseguridad. Demasiada lucidez para apenas 15 años de edad. La corrupción tampoco escapa al listado.

¿Criarían a sus hijos en un barrio cerrado?
- Es cuestión de costumbre. Nosotras estamos acostumbradas a vivir en la naturaleza. Tal vez pensaría en criarlos acá siendo conscientes y educándolos para que conozcan otra cosa- reflexiona Agustina.

Casi todos los adolescentes se proyectan en un barrio cerrado cuando sean padres. En una muestra de nueve, hubo una excepción a la regla: “Yo no criaría a mis hijos acá adentro. Quisiera que tuvieran un poco de calle. Pero no sé cómo va a ser la inseguridad cuando yo tenga hijos”, dispara Daniela, la más callada del grupo.

Muchas de las dicotomías entre barrio privado y la Capital es cosa de grandes. Las ciencias sociales buscan explicaciones, sin contemplar que es imposible meter a todos en la misma bolsa, mientras los chicos, por su parte, se sienten víctimas de la crítica fácil, del rótulo de chico rico.

Belén plasma en palabras lo que piensan muchos de su generación: “Algunos creen que por vivir en un barrio cerrado sos cheto. Yo veo gente de Capital que para mí es cheta. Si vivís acá es por la inseguridad, y para estar en contacto con la naturaleza, pero el comportamiento depende de cada persona”, resume.

Un mundo de 12.000 habitantes
La inseguridad es el mayor fertilizante para el crecimiento de los barrios privados. Cada vez son más, cada vez más grandes. Se estima que 150.000 chicos de cero a 24 años viven en unos seiscientos emprendimientos privados, con más de 300.000 habitantes.

Los hay de toda clase y tipo de costos, lo que los hace accesible a la clase media. Los terrenos se pagan en cuotas, las expensas en algunos casos se equiparan a las de un departamento en Capital Federal, pero se evitan la cochera y el costo del club para los chicos.

Los barrios, algunos con doble cerco perimetral, infrarrojo, o fuerte presencia de seguridad privada, son cada vez más completos.

En el caso de Nordelta, el emprendimiento inmobiliario privado más grande del país y uno de los más emblemáticos, ya tiene once barrios con más de 12.000 habitantes, un centro comercial y gastronómico, 300 oficinas, próximamente cines, un supermercado, un centro médico, cuatro colegios con tres mil alumnos, un hotel cinco estrellas en construcción e infinidad de departamentos. Recientemente se anunció el lanzamiento de la réplica de Nordelta, esta vez en el partido de Escobar, llamado Puertos del Lago. Esta ciudad pueblo estará diseñada en 1371 hectáreas (contra las 1600 de Tigre) y los mismos servicios.

Los niños también son parte de esta Argentina que crece y se está privatizando. 

Solidaridad social, un tema en la agenda
Los colegios suelen ser nexos con la realidad, tal vez conscientes del entorno en el que se mueven sus alumnos. Sean religiosos o laicos, la mayoría tiene algún proyecto de servicio solidario.

Camila tiene 15 años. Habla con absoluta paz mientras le cae un rulo en la cara. Cuenta que junto con algunas de sus compañeras van a misionar a Villa La Ñata (Tigre) fin de semana por medio, a una parroquia. “Ayudamos con el mantenimiento de la parroquia, les damos de comer a los chicos. Para el día del niño recolectamos juguetes y los llevamos. Cuando llegamos a veces los vamos a buscar a los chicos a sus casas porque ya nos conocen, y nos hacen pasar. Está bueno porque nos quedamos hablando con las familias”, relata. Sus compañeras, Macarena y Agustina, hacen un poco de historia: “Al principio fue difícil porque nadie nos conocía. Ahora nos llaman por el nombre, nos conocen. A veces los chicos ya nos están esperando, pasan en la bicicleta y cuando nos ven nos dicen que van a buscar amigos y vienen”, cuentan. Agustina habla entusiasmada, y acota que después de estas experiencias se decidió a ser asistente social.

La actividad es optativa, impulsada por algunos catequistas de su colegio. Las chicas “misioneras” reflexionan. Son seis, y cuentan su experiencia como si lo estuvieran disfrutando ahora. Intercambian opiniones entre ellas y surgen comparaciones con los alumnos de Capital. Muchos colegios tienen iniciativas solidarias. Pero una conclusión abre los ojos: para ir a misionar, este grupo no va ni a Catamarca, ni a Jujuy. No hace falta ir tan lejos. Es la realidad que tienen atrás de su casa.

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