lunes, 19 de enero de 2015

No hay que hacer políticas sociales para una estructura productiva que ya no existe

Guillermo Cruces. “No hay que hacer políticas sociales para una estructura productiva que ya no existe”


'LA NACION' - 2015-01-18

Economista y subdirector del Cedlas, cree que vivimos en un “Estado de bienestar trunco”, y que la inclusión requiere crecimiento, pero también programas sociales y laborales

Diana Fernández Irusta
Doctor en Economía por la London School of Economics, subdirector del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (Cedlas) de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de La Plata e investigador del Conicet, Guillermo Cruces sabe navegar entre la abstracción de la academia y la precisión de la herramienta técnica. Sus especialidades son la economía laboral, el análisis distributivo y la evaluación de políticas públicas en América latina: áreas especialmente candentes cuando, a nivel regional, las mejoras en la distribución del ingreso coexisten con elevados y persistentes niveles de pobreza. Al respecto, afirma: “No importa si era buena o mala: la estructura productiva de fines de los años 80 ya no está. Nunca más va a existir. Y no hay que hacer políticas sociales para intentar recrear eso, sino intentar crear dentro de las condiciones que existen hoy en día”. Considera que las claves de la inclusión están en el crecimiento económico y en la implementación de políticas sociales “de tercera generación”, capaces de tender puentes hacia el mundo laboral. “El problema es que frente a Estados de bienestar truncos, hay medidas muy buenas que terminan siendo parches”, explica. Y, en lo que hace a la pobreza, asegura: “Hay dos o tres generaciones que vienen sufriendo estructuralmente”. –¿Por qué, pese a que en la última década bajó el índice de desigualdad, la exclusión persiste? –Muchas veces se reduce la desigualdad a un indicador. El índice de Gini es muy útil, pero la desigualdad, incluso la desigualdad en ingresos, es mucho más que un índice. Existen elementos de medición que son más complejos, más difíciles de comunicar en forma breve, que te permiten ver matices dentro de esa caída.
Que la desigualdad haya caído, y mucho, en la última década en la Argentina y prácticamente en toda América latina no quiere decir que esté en los mismos niveles de 1991, 1986 o 1974. En un artículo que trabajamos con Leonardo Gasparini hablamos de etapas a lo largo de una tendencia creciente. Lo que es notable es que a partir de 2002, a partir de un pico histórico (entre otras cosas, la crisis se manifiesta en mucha gente con ingreso cero), se quiebra una tendencia que venía en alza, y la desigualdad empieza a bajar. Ahora bien, esos procesos no son gratuitos. Existen lo que técnicamente llamamos procesos de histéresis: elementos que se destruyen y luego no se recuperan. Porque en el proceso de recuperación hay cosas que cambian estructuralmente y que no se ven en un indicador reducido como es la desigualdad en la distribución del ingreso. –¿Por ejemplo? –Se observa mucha más polarización, más distancia entre escuela pública y privada, más barrios cerrados, más segregación. Siempre que doy clases uso unos gráficos que me sirven para mostrar quién pierde y quién gana con el crecimiento. De allí sale que del año 76 al 81 casi nadie gana ni pierde en la distribución del ingreso, pero el 10% más pobre pierde. Con la crisis de la deuda, el 20% más pobre pierde. Con la hiperinflación pierde todo el mundo, incluido el 20% más pobre. En los 90 sube el ingreso de todo el mundo, menos el del 10% más pobre. Salvo cuando llegás a la crisis de 2001 –después de la enorme caída de la crisis se recuperan todos– tuviste unos 30 años en los que entre el 10 y el 20 por ciento de la población sufrió las crisis y no participó en los procesos de recuperación. Son dos o tres generaciones que vienen sufriendo estructuralmente. Y no es que si les das ingreso ya está, ya cambió su situación. Si venís de dos, tres generaciones de exclusión, es más complicado. –¿Hospitales, escuelas y servicios públicos son parte del problema? –Es importante saber quién consume qué, porque eso te da una comprensión más completa; no sólo considerar cuánto ganan los individuos en términos de ingresos, sino también cuánto reciben en bienes y servicios. Creo que esa cuenta, en la actualidad, es muy complicada. Tenés medidas, como la Asignación Universal por Hijo (AUH), que son nuevas y están claramente orientadas a la gente que tiene bajo nivel de ingresos. Pero a la vez tenés subsidios a los transportes públicos, que abarcan desde gente muy pobre hasta gente bastante menos pobre, y el neto de todo eso es complicado de calcular. Desde ya que el crecimiento económico es positivo. Pero con crecimiento económico no basta; hay que acompañar con políticas sociales. Hay que construir y reparar… y tener cuidado con la palabra reparar. Si, como país, cambiaste tu estructura productiva, tenés que pensar las políticas públicas en general, las políticas sociales, para tener el mejor resultado en la situación actual, en lugar de pensar en volver a lo que tenías antes. No importa si era buena o mala: la estructura productiva de fines de los 80 ya no está. Nunca más va a existir. Y no hay que hacer políticas sociales para intentar recrear eso, sino intentar crear dentro de las condiciones que existen hoy en día. –¿Cómo promover la inclusión? –A mi criterio, pasa por el crecimiento económico, por las políticas públicas y por la inteligencia de esas políticas. La Argentina es un país federal, con distintos recaudadores de impuestos, jurisdicciones, incentivos. En el área de salud se establecieron mecanismos de metas con incentivos a las provincias, como el plan Nacer. El Ministerio de Trabajo hace cosas muy interesantes con respecto al trabajo informal. –¿Cómo evalúa el actual monitoreo de las políticas sociales? –Hay un punto que no es culpa de un gobierno ni de políticas sociales específicas. Sin una tradición de diálogo y crítica constructiva, la evaluación no va a funcionar. La actitud óptima sería decir: “Hicimos esta política, que tiene estas cosas buenas, pero también ciertos problemas que vamos a intentar cambiar”. Ahora, si eso automáticamente implica recibir un ataque, vos, como hacedor de esas políticas, ¿para qué te vas a exponer? Lo que termina pasando es que se hacen evaluaciones más o menos formales, desde el Estado, espacios académicos o think tanks. Se hacen bajo cuerda y se traducen en algunas mejoras para los programas. Pero no necesitás ser Suecia para generar algo diferente: en México existe la Comisión Nacional de Evaluación como política de Estado. Somos responsables, como ciudadanos, de que algo así no exista en nuestro país. Las políticas públicas tendrían que surgir con evaluación y monitoreo bajo el brazo. Eso las legitimaría a largo plazo. –El ciudadano argentino le reclama mucho al Estado, pero también es reacio a pagar impuestos. ¿Cómo actuar frente a esto? –Yo soy investigador del Conicet, mi sueldo lo paga el Estado. Cuando en cualquier actividad no me dan una factura… A veces pienso, un poco en broma, que debería ser incumplimiento de los deberes del funcionario público aceptar algo sin factura. Obviamente, no es la responsabilidad del investigador del Conicet o el empleado de un Ministerio que se pague una factura; hay en esto una cuestión cultural. Tiene que ver con las percepciones de la distribución del ingreso y del gasto público y toda esta cuestión de que nadie quiere admitir cuán “rico” relativamente es. Hay cifras que demuestran que muchos subsidios van a sectores pudientes. Es muy difícil para un camionero, empleado formal, con antigüedad, admitir que está en el mismo 20% más rico que las estrellas de la TV. Por supuesto que la distancia en pesos entre ellos es gigante, pero están, más o menos, en el mismo grupo. Esto no quiere decir que los impuestos deban ser todos iguales. Hoy ya está muy enmarañado, pero cuando se introdujo a fines de los 90, el impuesto a las ganancias era progresivo. Y aun esos cambios se entendieron como un impuestazo. Hay una reticencia de las clases medias altas a pagar impuestos. Que también puede entenderse como una percepción de los que están arriba de la distribución general del ingreso: sienten que pagan mucho y que los que están mucho más arriba no pagan tanto como deberían. –¿Qué habría de real en esas percepciones? –Si tuviera buenos números para la Argentina, te lo diría. En los Estados Unidos, hay una carta famosa de los últimos años, en la que el multimillonario Warren Buffet y Bill Gates dicen: “En proporción, pagamos menos impuestos que nuestras secretarias y nos parece que eso está mal”. No sé si está generalizado, pero pienso que sí hay casos en los que está justificada la sensación de que hay una sobrecarga de impuestos en los que son empleados formales y asalariados. –Otra percepción habitual es que, dentro del porcentaje de los mejores ingresos del país, está la clase política. Y si seguimos la cadena de asociaciones, estarían entre los que menos pagan impuestos. ¿Qué decir al respecto? –¿Qué opina de las voces que indican que la Asignación Universal por Hijo (AUH) no es sustentable? –No estoy de acuerdo. Si lo pensás en términos de gasto público, no es poca plata, pero tampoco es un gasto gigantesco: aproximadamente menos del 1% del PBI. Hay subsidios energéticos que son del 4,5% del PBI. La AUH demostró que un país del desarrollo de la Argentina podía tener una política masiva de bienestar, de soporte a la población. Es algo que planteábamos antes de su implementación: que un país con la riqueza relativa de la Argentina no podía no tener un programa con esas características, con tantos elementos positivos, ventajas técnicas y que, además, hace ganar votos. Era desesperante ver que no se hacía… Ahora me hago un planteo similar en relación con la creación de servicios de cuidado infantil, que son buenos para los chicos y facilitan la inserción laboral de las mujeres. En el municipio de Santa Fe, el intendente [José Manuel] Corral hizo una serie de centros de cuidado infantil que van en esta línea. Es que al diseñar políticas sociales podés entrar en una nueva fase: articularlas con otras políticas públicas, sociales y laborales. Creo que se perdieron y se están perdiendo oportunidades para hacer estas políticas mucho más articuladas e integradas. –En sus trabajos enfatiza mucho la cuestión de la universalidad. –A ver: ¿por qué tenemos una AUH? No es universal, pero universaliza. Es decir, no la cobra todo el mundo; lo que hace es complementar. Una empleada formal no cobra la AUH, pero cobra la asignación familiar para empleados formales. O, por tener un hijo, tiene un deducible más alto, lo cual es un subsidio implícito. Entonces, se puede pensar en integrar más las políticas. Volviendo a los centros de cuidado infantil, creo que todo lo que sea facilitar la participación laboral, sobre todo de la mujer, es un campo en el que hay mucho por hacer. En la década del 90 hubo una gran expansión de los preescolares, lo cual fue bueno. Pero no tuvo un impacto en la participación laboral de las mujeres porque la función del preescolar, con jornadas de tres horas, no es facilitar la salida laboral de las madres. Pero podés intentar complementar con centros de cuidado infantil. Hay problemas sociales mucho más complicados, donde no está tan claro qué hacer. En cambio, sobre esto hay experiencia internacional, medidas relativamente simples de tomar. Sería, como la AUH, una medida popular porque ¿quién se va a oponer a algo así? Me sorprende que no esté en el discurso de los candidatos. –¿Por qué a veces los subsidios colisionan con el trabajo formal? –Tiene que ver con un Estado de bienestar diseñado, ni siquiera te diría para la Argentina de 1960, sino para Dinamarca. Lo que termina pasando es que frente a Estados de bienestar truncos, hay medidas muy buenas que terminan siendo parches. Seguramente en el momento en que se implementan está bien que sean parches porque no podés implementar otra cosa, pero teniendo un Estado que recauda importantes recursos, hay que intentar pensar otro tipo de políticas o mecanismos complementarios. Con el plan Jefes había un problema: cuando la economía ya estaba creciendo, no bien una persona beneficiaria del plan tenía un empleo formal, lo perdía. Y salió el plan Familia, un poco antes de la AUH: una especie de asignación universal que permitía a los beneficiarios trabajar hasta el salario mínimo sin perder el beneficio. Por más que era políticamente incorrecto decir que el Jefes tenía ese problema, el nuevo programa daba cuenta de eso. Ahora hay evidencia de que algo similar puede estar pasando con la AUH, y hay maneras de ir ajustando las cosas. Existe un proyecto de ley de Federico Sturzenegger que propone que se mantenga la AUH por un determinando período si se obtiene un trabajo formal. De todos modos, creo que si hubiera millones de trabajos formales muy bien pagos, todo el mundo preferiría estar empleado antes que recibir la AUH. –¿Cómo generar incentivos para el trabajo formal? –Hay gente que piensa que la Argentina alguna vez fue un país del 90 por ciento de formalidad, lo cual nunca existió. No hay una varita mágica; no es que si mañana se duplican los controles todo se soluciona. Tiene que ver con la estructura productiva; por ahí en el largo plazo implicaría pensar cómo financiar el gasto público, los beneficios de la protección social y demás. Pero no es algo que se pueda eliminar de la noche a la mañana. El Ministerio de Trabajo sacó un registro de infractores de informalidad, trabajo infantil y esclavitud, que va en la dirección correcta. –¿Qué hay de cierto en esta idea de que a menos contribución patronal más trabajo? –Hicimos un trabajo con Sebastián Galliani sobre una reducción muy grande de las contribuciones patronales que se realizó durante el gobierno de Menem, y no encontramos que haya generado un aumento del empleo. Si vas a cambiar algo, tenés que hacer una reformulación de cómo, en tanto Estado, recaudás, cómo es tu relación con los empleados y los empleadores, cuánto querés cobrar de impuestos y qué incentivos implican esos modos de cobrar. Cuestión de engranajes. Es buena idea reducir las cargas impositivas, pero a las pequeñas empresas. El otro día vi una nota que decía cuánto está perdiendo el Estado en impuestos laborales. Hacían el cálculo: hay tantos empleados en negro, se recaudaría tanto, entonces el Estado pierde tanto… Pero no es así: si hubiera que pagar impuestos por todos esos trabajadores, en vez de 100 serían 70 o 20 o 90 empleados. Sin duda, serían menos. Sería más productivo repensar toda la estructura de impuestos y beneficios; ver dónde recaudás más, qué facilitás, qué subsidios podés pensar como un impuesto negativo. Aunque es fácil decirlo, sentado acá. Cambiar un impuesto implica años de trabajo.

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