domingo, 18 de abril de 2010

En la Argentina de hoy es prácticamente imposible reflexionar sobre el presente y el futuro, sin ponerse previamente la casaca que lo convierta a uno en un adulador del poder o en un difamador que todo lo impide.


Tiempos maniqueos

Por Alberto Fernández


En 1985 Argentina afrontaba las primeras elecciones de renovación parlamentaria. En aquella campaña, un reconocido periodista se presentaba como candidato a diputado por un ignoto partido creado a ese solo efecto. En su discurso proselitista no tuvo mejor idea que desacreditar a otro periodista atribuyéndole complicidad con la dictadura que asaltó el poder en Argentina en 1976. ¿Cuál era la causa de semejante imputación?: haber trabajado en un medio al que muchos le atribuían ese vínculo con el régimen de facto.

De aquel episodio derivó un juicio por injurias. En una de las audiencias que se desarrollaron en ese proceso, fue convocado a testimoniar un reconocido editor al que los abogados defensores del difamador increparon para que dijera “si sabía y le constaba” que el injuriado había escrito en ese medio y con ello se había convertido en un “colaborador” de la dictadura. El testigo, hombre de indudable compromiso democrático, con toda tranquilidad y en tono severo, dijo como toda respuesta: “un periodista, entre otras cosas, escribe para vivir”.

Tuve la oportunidad de presenciar aquella audiencia en mi condición de abogado patrocinante del injuriado. Desde entonces, la anécdota narrada me ha servido para poder entender y explicar la enorme diferencia que existe entre un periodista y la empresa mediática que lo emplea.

En estos días, el reclamo a favor de la rápida implementación de la Ley de Servicios Audiovisuales, ha vuelto a poner sobre el tapete críticas ya escuchadas a distintos medios de comunicación. Sin embargo, esta vez algunos cuestionamientos se extendieron a tal punto, que hasta terminaron alcanzando a diversos periodistas empleados en los diarios, radios y canales de televisión propiedad de una empresa cuya titular está siendo investigada ante la sospecha que pesa sobre ella de que sus hijos adoptivos podrían haber sido apropiados durante la última dictadura.

Vivimos en una sociedad signada por su maniqueísmo. Todo es blanco o negro. A partir de allí, sólo son amigos los que piensan y actúan del mismo modo que lo hace uno. Los otros, son enemigos. Así, las personas deben ser catalogadas como oficialistas u opositoras. Inmediatamente todos quedamos obligados a deambular en ese laberinto en el que hoy camina despistada la política argentina. En la Argentina de hoy es prácticamente imposible reflexionar sobre el presente y el futuro, sin ponerse previamente la casaca que lo convierta a uno en un adulador del poder o en un difamador que todo lo impide.

Sin matices, sin grises posibles, esa enorme ruptura acaba por sembrar incertidumbre y temor entre los ciudadanos. Por momentos, hay quienes temen quedar atrapados en las irracionales redes de alguno de los dos bandos producto de una inercia social bastante incomprensible.

Sólo en ese contexto que acaba de describirse es posible que la fragmentación social prospere y sólo ante semejante fraccionamiento pueden promoverse lecturas maniqueas como las que antes se marcaron. Ese mismo maniqueísmo se extiende entre el periodismo y mientras se oye decir a algunos de ellos que es tiempo de actuar como militantes, se escucha decir a otros que la opresión gubernamental cercena sus derechos de expresarse libremente. Incomprensibles visiones del presente propias de espíritus irritados.

Los medios de comunicación, desde siempre, han pretendido influir (y lo lograron) en la gente a la que llegan. Está en la misma naturaleza del diario, la radio y la televisión intervenir en las opiniones de lectores, oyentes y televidentes. El primer diario fundado en nuestro país por Mariano Moreno tuvo exactamente ese propósito: influir. No en vano el joven secretario de aquella Primera Junta de gobierno advertía que los pueblos sólo leen lo que se les escribe y sólo escuchan lo que se les dice. Aquella Gaceta de Buenos Aires tenía la finalidad de sostener la Revolución de Mayo y de poner en la cabeza de los porteños aquello que el gobierno revolucionario quería que creyeran.

Con la modernidad, los medios no sólo buscaron influir socialmente sino que además devinieron en empresas gobernadas por el ánimo de lucro. Con semejante vocación y para aprovechar ciertas sinergias, dejaron de actuar aislados y empezaron a conformarse como grupos mediáticos cuyo objetivo central ya no pasaba por ampliar la difusión de noticias o pensamientos. Ahora sólo se buscaba ganar mercado y en pos de ello eliminar competencias y promover concentraciones.

La concentración mediática que tan negativamente pesa aquí y en casi todo el mundo, es producto de esa economía de libre competencia. Es el resultado de la inviabilidad de muchos emprendimientos periodísticos independientes que no pueden sostenerse por las bajas ventas o por la falta de publicidad suficiente. Las nuevas tecnologías devenidas del desarrollo de internet, también complotan contra el mejor desenvolvimiento de los medios más pequeños.

El periodismo, aquí y en el mundo, también ha sido inexorablemente alcanzado por esa realidad. Día a día tiene menos posibilidades de elegir el medio donde desarrollarse profesionalmente y ya no encuentra otra alternativa que no sea trabajar empleado por los diarios existentes o produciendo programas independientes en espacios radiales o televisivos comprados a esos mismos grupos mediáticos.

Si el periodismo puede ser independiente sólo a partir de la objetividad con que analiza los acontecimientos diarios, es posible que entre nosotros nunca lo haya sido. El día del periodista en nuestro país se ha instituido en honor a ese jacobino de Mayo que fundó un diario para impregnar la conciencia porteña de sus propios contenidos revolucionarios. El diario porteño más antiguo, fue fundado por Bartolomé Mitre para difundir cierta “doctrina de pensamiento”, no para que se informaran los lectores. En el presente, además, no existen noticias sin opinión. El periodismo opina siempre y, por lo tanto, ha dejado de lado la búsqueda de objetividad.

Que un periodista trabaje en un medio cuyo titular merezca algún reproche, no lo hace responsable por el hecho reprochado. Ni siquiera lo hace cómplice de quien soporta la imputación. Afirmar lo contrario supone una enorme injusticia. Significa tanto como culpar al jefe de cuentas corrientes de un banco por la estafa de los banqueros. Supone tanta injusticia como tildar de corrupto al empleado de una dependencia pública porque el titular de la misma sí lo ha sido.

Seguramente, muchos de esos periodistas que han sido maltratados no cuentan con la simpatía de sus detractores por las opiniones que expresan. Pero si es así, ésa debe ser la causa y el fundamento de la queja y no su condición de “cómplice” de hechos tremendos en los que no aparecen vinculados de modo alguno.

En la modernidad, siendo que el periodismo expresa públicamente consideraciones sobre hechos de la realidad, es absolutamente razonable que se vea sometido a la crítica ciudadana. Pero una cosa es cuestionar un parecer y otra estigmatizar al que opina por el sólo hecho de difundir esa opinión en un medio claramente enfrentado al poder político.

Ninguna de estas observaciones que acaban de realizarse sería necesaria si el sentido común volviera a imperar en nuestro presente. De cualquier modo, es muy difícil pasar por alto lo ocurrido pues con ello se está sembrando un precedente muy negativo que puede conducir a extender de manera indebida responsabilidades en hechos tremendos, con el solo propósito de difamar y “cazar brujas”.

Y nada de eso es saludable para este presente argentino en el que algunos piensan que todos nuestros males emanan del periodismo que escribe en las pá
ginas de los diarios, se hace oír en los micrófonos de las radios y se exhibe en las pantallas de la televisión, olvidando que un periodista, entre otras cosas, escribe para vivir.

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