Parecería que nada más debería pedirle la política a la economía. El PBI crecerá 7,5%, el clima llevó la cosecha de granos cerca del máximo histórico, muchas industrias producen como nunca, el consumo vuela, proliferan los nuevos propietarios de autos, electrodomésticos y computadoras, y la recaudación bate récords y baja el riesgo país.
Inciden en este buen desempeño decisiones del Gobierno como el canje de la deuda y la asignación por hijo, la mejor política social en mucho tiempo, inexplicablemente lejos de ser universal. Otros datos son menos rutilantes. El desempleo baja, pero el empleo aumenta todavía lentamente. Las exportaciones crecen sólo la mitad que las importaciones, y el superávit fiscal se ha transformado en déficit. Aunque las autoridades lo soslayen, esta bonanza debe mucho al retorno del mismo viento de cola que empujó la economía desde 2002 hasta la crisis de 2008, con una fuerza no vista desde la década del 20, en el siglo pasado, por el vigoroso crecimiento de los países emergentes, que atravesaron airosamente la crisis y aumentan su demanda de alimentos y otros bienes básicos producidos por todas las provincias argentinas.
La más sonora nota discordante la da la inflación, que llegará este año a 25%, la segunda entre las más altas del mundo luego de Venezuela. El Gobierno sigue desechando la opción más lógica de hacer un programa de estabilización porque se niega a admitir las falsedades del Indec, aunque tal vez intentará en 2011 algún programa cosmético de cara a las elecciones. Otra alternativa era seguir como hasta ahora, usando al tipo de cambio como ancla, cumpliendo el programa monetario y desacelerando un poco el gasto fiscal. Ambas permitirían reducir gradualmente la inflación, consiguiendo idénticos resultados en los ingresos y gastos reales con menores aumentos nominales. En cambio, con las decisiones recientes de aumentar las jubilaciones, la asignación por hijo y el salario mínimo sin programa estabilizador se insinúa una peligrosa indexación de la economía. Es indudable la justicia y la legalidad de estos aumentos. Pero uno de los dramas de la inflación es, precisamente, la necesidad de aumentarla para hacer una justicia que ella misma se encargará de hacer efímera, como ocurre ahora mismo con las jubilaciones.
La inflación se nota y aparece día tras día. Hay muchos otros problemas, en cambio, que permanecen ocultos, pero que también amenazan seriamente la sostenibilidad del crecimiento argentino. Ellos son la contracara fantasiosa, la opuesta a las maravillas de esta economía fantástica. Comenzando por la producción, la demanda mundial, pero también las políticas agropecuarias están llevando a una sojización que degrada los suelos. Nos consumimos diez millones de cabezas de ganado en pocos años, y su naciente reposición será lenta y muy costosa. En esta década, se han reducido sustancialmente las reservas de petróleo de 488 a 380 millones de metros cúbicos, y las de gas de 777 a 350 millones. Pese a indudables logros, también la industria manufacturera, nave insignia del modelo, muestra escasísimas nuevas plantas grandes, aunque sí mucho mantenimiento y ampliaciones, junto al bienvenido crecimiento de muchas pymes. Ha habido algunas inversiones de porte en la industria automotriz, clave del crecimiento manufacturero de esta década, pero ello no ha impedido seguir aumentando su déficit comercial, que superará este año los 5000 millones de dólares. Las exportaciones en volumen físico han crecido desde 2001 un 4,5% anual, menos que el 7,5% de la década anterior y, aunque sorprenda, las exportaciones de manufacturas industriales crecieron 8,9% anual, también menos que el 9,5% de la anterior.
Todos estos son sólo algunos de los indicios que muestran que, pese a los discursos, poco se ha progresado en esta década para lograr una estructura productiva diversificada y centrada en el valor agregado y el conocimiento. No es sorprendente, porque el país carece todavía de una genuina estrategia de desarrollo -carencia que viene de muy lejos- pese a las erráticas cataratas de anuncios ceremoniales muchas veces incumplidos.
Parejas carencias estratégicas se observan en materia de infraestructura. Se cifraron con el siglo demasiadas esperanzas en el tipo de cambio alto, elemento importante pero insuficiente, casi sin atender la construcción de competitividad basada en instituciones y en inversiones de calidad. Se ha abandonado el discurso del tipo de cambio alto, el superávit externo está en retroceso y el primer trimestre de este año la cuenta corriente externa ha mostrado déficit por primera vez desde 2001. El sistema financiero y el mercado de capitales ya eran pequeños, pero se han achicado aún más y no hay instrumentos para ahorrar o tomar créditos a mediano o largo plazo. La inversión de los particulares argentinos en el exterior, llamada fuga de capitales, aumentó en esta década de 81.900 a 134.200 millones de dólares y la proyección inversora de las empresas argentinas ha sido exigua, aumentando sólo de 13.300 a 20.600 millones. Los números de la inversión extranjera en el país no son mejores y Perú está a punto de desplazarnos al sexto lugar en América latina. La inversión total recuperará este año lo perdido en 2009, pero su nivel es claramente insuficiente para sostener el actual ritmo de crecimiento, basado como está, en buena medida, en el consumo de capital, en la alta inflación y en distorsiones de precios como los de la energía y el tipo de cambio.
En materia fiscal, encontramos una virtual destrucción de la carrera de la función pública que había empezado a construirse; la reaparición del déficit y muchas ineficiencias en la prestación estatal de servicios públicos; una clara caída de la moral tributaria media a partir de la suspensión de las penas a quienes se acogieron a la moratoria. Diversas reformas previsionales han cargado con gravosas deudas a las generaciones futuras y la estatización de las AFJP se presentó engañosamente como una opción entre sector público y privado, cuando el verdadero dilema era entre un sistema de reparto, por el que se optó, o un más previsor sistema de capitalización, que bien podría haber sido estatal. El nivel del gasto público como proporción del PIB se encuentra en un valor récord cercano al 44%, y para financiarlo se recurre al impuesto inflacionario y al desplazamiento del crédito al sector privado. Hay, sí, un dato claramente positivo y es la reducción del peso de la deuda pública, que hacia fin de año se ubicará alrededor de un 43% del PIB y en valores aun menores si no se considera a los acreedores del propio sector público.
Ocurre pues que, como tantas otras veces en el pasado, el crecimiento del país no es sostenible y se basa en hipotecar parte importante del bienestar de las generaciones futuras. No obstante, la Argentina cumplirá en 2010 nueve años sin un derrumbe macroeconómico, acercándose al récord de 1963 a 1974, y esto es muy bueno para el país, para la democracia y para los más pobres, siempre los que más sufren esas catástrofes. El marco mundial favorable centrado en los países emergentes puede durar aún un par de décadas, por lo que habrá nuevas oportunidades de lograr un desarrollo integral y sostenible sin pasar necesariamente por un nuevo trauma.
Por ello es difícil que la campaña electoral de 2011 esté centrada en el problema económico, salvo en el caso de la inflación, que sí será protagonista. En parte será así porque las generaciones futuras no votan o no tienen información completa sobre los costos que les acarrearán las actuales políticas. Por ejemplo, los más jóvenes no han vivido los dramas nacionales con la inflación. Ante un Gobierno que esgrimirá sólo la cara complaciente de esta economía fantástica, la oposición se las deberá ingeniar para mostrar que es posible un futuro verdaderamente mejor en lo económico, pero también en lo político y en lo social
Pgc