lunes, 17 de octubre de 2011

Ciencia en Argentina un show que más que mostrar nuestros adelantos tecnológicos, trabaja como usina de nuevos mitos.



El mito del “auge de la ciencia”

Por Gabriel Levinas
Una política más escenográfica que real. La verdadera situación de la ciencia en Argentina.





Ya es conocido el discurso del actual gobierno sobre sus “orientaciones progresistas” que en muchos campos no es otra cosa que “jueguito para la tribuna”. Tal es el caso de sectores clave como el de infraestructura, comunicaciones -en que los monopolios de internet detentados por Telecom y Telefónica en la era de la sociedad de la información son una muestra clara-, transporte, energía y recursos naturales; en los que la concentración de su estructura no se ha modificado un ápice. Tanto es así que, luego de ocho años de prédica anti-menemista, no hicieron otra cosa que “profundizar un modelo” con la reaccionaria fórmula de la tan vilipendiada década de los ’90. Siguiendo esta misma matriz, se puede decir que otro tanto han hecho en el campo de la ciencia en el que es más visible la propaganda que los hechos de transformación reales.
Una de las muestras más contundentes de la prioridad que un gobierno establece para determinada área, tiene que ver con su participación presupuestaria. Si bien el gasto para Ciencia y Tecnología tuvo un crecimiento en los últimos años, su participación en términos porcentuales se mantuvo casi inalterada en el transcurso de una década, cuando registraba un 0,4%. El porcentaje que se estima actualmente ronda entre el 0,5% y el 0,6%, si se le suma el aporte privado, del que solo pueden hacerse estimaciones ya que no se cuentan con métodos de medición sistemáticos. Así, este loable aunque tímido incremento, no se corresponde con el sideral crecimiento del PBI anual (de entre un 7 y 8% en promedio) ni tampoco con una política que, lejos de favorecer al área con un mayor volumen de recursos, ha demostrado que la ciencia continúa sin ser una prioridad.
Con recursos históricamente escasos, los trabajadores del sector siempre vieron sus ingresos afectados por sumas miserables. Es cierto que los salarios aumentaron con respecto a años anteriores, sin embargo, lejos están de presentar una posibilidad atractiva. A modo de ejemplo, un investigador independiente (que es alguien que ya tiene al menos entre 15 y 20 años de experiencia, dirige grupos o laboratorios de investigación), cobra alrededor de 8500 pesos mensuales, lo mismo que cobraría un chofer de camión que cuente con la misma antigüedad. Para ponerlo en contexto, mientras el sueldo promedio argentino se traduce en U$2000, un investigador en Brasil gana entre U$4200 y U$6500, en México U$ 4500, y en Colombia U$5000. Por otra parte, esta cifra representa un aumento endeble, ya que solo un tercio corresponde al sueldo básico y el resto fue fijado por medio de un “Decreto de jerarquización”, sujeto a los vaivenes de cualquier decisión gubernamental.

La ampliación de la cantidad de becarios e investigadores es otra cuestión central. En los últimos años se duplicó la cantidad de investigadores de CONICET y, aún en mayor medida, la cantidad de becarios. Uno de los efectos no deseados de una situación que no deja de ser promisoria, es la imposibilidad del sistema público (que abarca el CONICET, las Universidades y otros institutos) de absorber la cantidad de profesionales con este tipo de formación. Este “efecto embudo”, es reforzado por un mercado laboral en el que la demanda de doctores en empresas privadas es inexistente. La falta de planificación también se traduce en la ausencia de becas externas: a diferencia de lo que ocurre en países como Brasil, en donde se establecen temas estratégicos y envían a sus jóvenes a formarse afuera en esos temas, para que a su regreso aprovechen ese conocimiento en las cuestiones clave de su país; Argentina desde hace diez años, no tiene becas externas. Como resultado, los jóvenes se especializan en los temas que ellos creen más convenientes o, mejor aún, en aquellos requeridos en los países centrales.
La creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, es otro paso adelante que parece quedarse a mitad de camino. Si por un lado, la jerarquización del campo con la constitución de un área institucional que lo respalde, es un rasgo positivo; por el otro, no se observa un quiebre respecto de las políticas más tradicionales que se implementaban cuando se estaba bajo la órbita de una secretaría. Muestra de esta arcaica visión es que se sigan priorizando las áreas de Biotecnología, Nanotecnologías y TICS; disciplinas que, según expertos en el tema, ya están caducas como forma de organizar la ciencia y que forman parte del modelo de prioridades implementado hace 20 años por la Unión Europea; en lugar de orientar los esfuerzos a resolver cuestiones sociales o estratégicas.
Las políticas en líneas generales, reproducen las agendas de los países más desarrollados continuando con una vieja tradición de no priorizar los conocimientos que se producen a nivel local en el sentido de su aprovechamiento. Los institutos internacionales, como el recién anunciado con Max Planck de Alemania, u otro con el CNRS de Francia, son las mejores muestras de cómo los temas reales no se deciden en el país.
Si bien existen algunos intentos, como los fondos sectoriales, éstos son pequeños y dispersos. La realidad es que el grueso de la investigación está orientada a la producción de papers, pero no a resolver cuestiones importantes para el país ¿Cómo entender esta dispersión en los esfuerzos y derroche de recursos? Forma parte de un NO PLAN: luego de ocho años de gobierno, no hay nadie que esté pensando un proyecto a largo plazo en temas clave como energía, explotación sustentable de los recursos naturales, formación de investigadores y profesionales, especialización productiva.
Lo más parecido a una política consistente es el flamante “Plan Nacional de CyT 2012-2015” que se limita a plantear generalidades y diagnósticos, pero en modo alguno puede ser pensado como un modelo de planificación con miras a los próximos años.
Tecnópolis es una síntesis perfecta de esta política del montaje: un show que más que mostrar nuestros adelantos tecnológicos, trabaja como usina de nuevos mitos. Es claro que no se puede pedir a una exposición que haga las veces de instituto científico-tecnológico, pero lo cierto es que tampoco funciona como lugar de democratización o de debate sobre el conocimiento. “La ciencia está buena y se acabó”. Temas como la matriz científico-tecnológica de transgénicos, como la soja, o de la extracción de minería, o de la explotación del agua, no son cuestionados, ni comprendidos en toda su dimensión.

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