viernes, 22 de febrero de 2013

La clase media es difícil de contentar o, incluso, de manejar electoralmente.




Vivimos tiempos de Carnaval. El sábado pasado mi hijo menor me convocó para ayudarlo a pintar su casa y mejorar el aspecto de su jardín. Al atardecer, emprendimos el regreso, porque teníamos una cena programada, pero olvidamos la pesadilla de los corsos barriales. Todas las avenidas de Buenos Aires se cortan para que unas comparsas lamentables toquen sus tambores (pom-po-po-pom/ pom-po-po-pom) y unas menguadas hordas de muertos vivos se muevan sacudiendo sus brazos alternativamente desde el torso hacia afuera en un ritmo monocorde de tribu arrasada mayormente por el paco.
Volver a casa a bañarnos fue una odisea y sigo sin entender a qué funcionario se le ocurrió que un espectáculo semejante ameritara la cancelación de toda posibilidad de circulación. No me refiero solamente a los vehículos, sino también a la circulación social, a la circulación de los cuerpos, porque sabido es que el Carnaval siempre fue la suspensión de los órdenes, las jerarquías, la mescolanza y la transgresión de todo lo establecido (“por cuatro días locos que vamos a vivir”): el Carnaval, como toda fiesta, es antiestatalista.
Puesto el Estado a “revitalizar el Carnaval” el resultado es penoso, porque lo que se nota es sobre todo el odio a la incertidumbre carnavalesca. Si hubiera, como antaño, uno o dos corsos urbanos, las muchedumbres acudirían (o no: tampoco se puede postular la diversión obligatoria) a ellos y el espectáculo de la disolución de las clases y las categorías sería algo muy diferente que el subrayado actual de las diferencias entre un barrio y otro (¿pero qué diferencia puede haber entre el corso de avenida Independencia y el de avenida San Juan, separados por tres cuadras?). Los corsos barriales patrocinados por el Estado, que corta las avenidas para que sus patéticos desarrollos tengan algún efecto memorable (el embotellamiento) en el común de los mortales, son el índice de un miedo ciego y subnormal al populismo más ramplón y a cualquier forma de sofisticación cultural.
Participo de algunos de los más reconocibles estigmas de la clase media: la ilusión del ascenso social, la confianza en la educación y en el mérito, el laicismo, la contracción al trabajo, la actitud crítica ante el progreso y los procesos de modernización (que sin embargo sigo con interés), cierta sofisticación estética (las instalaciones de Alejandro Cesarco, el proyecto Tocame el Rok de Roberto Jacoby, la película en 3D de Ang Lee, Oruro, Copacabana), el cultivo de la limpieza, una curiosidad ilimitada por lo diferente y un apoyo irrestricto a las causas más liberales, lo que involucra una cierta ligereza a la hora de abrazar programas politicos partidarios.
Cuando escucho (en la televisión, mayormente) una condena tout court de los valores pequeñoburgueses que me constituyen como sujeto social, siento un leve malestar y una sensación de extrañamiento muy grande: ¿de dónde vienen esas críticas y en qué clase se reconocen esos que dicen abominar de los comportamientos y los valores de la clase media?, ¿es que tan alienado en mis propias condiciones de existencia estoy que no soy capaz de evaluar correctamente las contradicciones que me constituyen?
La clase media ha dado lo mejor de este país (los mejores escritores: Arlt, Borges, Puig, Aira; los mejores artistas, los mejores músicos, los mejores periodistas, las mejores leyes, los mejores... carnavales). Y sin embargo, hoy se la desprecia como si se tratara del lugar donde la mala conciencia se hace carne, sencillamente porque la clase media es difícil de contentar o, incluso, de manejar electoralmente.
En vez de evaluar las propias limitaciones políticas en lo que se refiere a la capacidad de seducir a un electorado volátil, se le achaca a esa porción nada desdeñable de la civilidad un amor antipatriótico por los dólares, los dispositivos electrónicos importados, las novelas bien escritas, las ideas económicas sólidas y las fiestas exóticas.
Descalificada como si se tratara de un yuyo que hay que extirpar de raíz, basta que la clase media exprese públicamente su aversión a un funcionario cualquiera para que sea acusada de fascista (olvidando, por cierto, que el fascismo es una forma del Estado y no de la conciencia). Un poco por eso, la Cancillería argentina se inclina a establecer relaciones carnales donde la clase media es una falta: Irán, Angola, cada vez más Venezuela y cada vez menos Brasil.
Es cierto que una clase media amenazada en sus condiciones de existencia puede abrazar un derechismo ominoso, pero mucho más derechista es odiar a esa clase cuyos fundamentos se dinamitan cotidianamente.

Macri debera pagar por delitos de Lesa Humanidad, sentencia Judicial.

Ocurridos, bajo el gobierno del Gral. Peron.... Fallo inédito para reparar la matanza pilagá de 1947 Una masacre de lesa humanidad ...