Imaginando el debut post-kirchnerista
Supongamos que el 10 de diciembre se acaba la economía kirchnerista, independientemente de la identidad del ganador de las elecciones presidenciales. Es muy poco probable que incluso un delfín kirchnerista, en caso de ganar, se mantenga fiel a Cristina y mucho menos a las políticas macroeconómicas qua completarán por entonces un sexto año muy pobre (crecimiento bajo o negativo, inflación alta) sobre un total de ocho años de presidencia.
El problema más grave de la economía argentina es uno con el que convivimos hace 70 años: la inflación. La excepción fueron los años de convertibilidad, pero sus dificultades finales fueron, en parte, la consecuencia de la medicina excesiva que hubo que tragar para salir de la híper del 89-90. El kirchnerismo heredó la oportunidad de precios estables sin la rigidez del 1 a 1 pero la dilapidó a partir de 2004, cuando abandonó los planes del Banco Central de ir a un sistema de metas de inflación.
Empezar a bajar la inflación dentro de 300 días no es un trabajo fácil. Puede salir bien, pero también puede salir mal. En gran parte, el éxito depende de atenuar el efecto de las trampas que dejará la economía kirchnerista y de aprovechar las partes ventajosas de la herencia, que alguna hay.
Una trampa es la combinación de atraso y cepo cambiarios. Cada uno por sí mismo es un problema, y lo son más en combinación. El atraso, que probablemente se profundice de aquí a las elecciones, requerirá (ahorremos eufemismos) alguna devaluación del peso. ¿Convendrá aprovechar para unificar el tipo de cambio? ¿O será más prudente, quizás, mantener un dólar comercial y otro libre (en el que pueda ahorrarse sin restricciones) por un tiempo?
Con una brecha similar a la actual, la unificación directa es posible. La sola confianza de un gobierno más razonable aumentará la voluntad por tener pesos: el blue bajaría solo. A valores de hoy, por poner un ejemplo, en un nivel no mayor a 11 pesos podrían encontrarse los dos bordes de la grieta cambiaria a la mitad del puente. El impacto inflacionario de una devaluación del dólar comercial (bastante inferior, en este ejemplo, que la de Kicillof-Fábrega en el verano pasado) se vería atenuado si simultáneamente se desmantela todo el sistema de permisos de importación, hoy un factor que infla los precios. Sería prudente hacer más gradual, aunque explícito y con un calendario que dé certezas para la inversión, la correción de ese otra trampa típica de los populismos económicos: el atraso de tarifas.
Más importante que un nuevo precio para el peso es el cambio en el régimen monetario. La Argentina debe ir al sistema monetario del que fue pionero mundial entre 1885 y 1899: peso flotante en las dos direcciones: hacia arriba y hacia abajo. Ésa es la verdadera pesificación: que el poder de compra en la Argentina de otras monedas, como el dólar, sea más fluctuante que la del propio peso. Para que la pesificación sea completa, idealmente ese peso flexible debería convivir con un “peso fuerte”: un signo monetario que se ajustara mensualmente con la inflación y en el que se pudiera escribir contratos a plazo y ahorrar. No hay tal cosa como una “cultura” de ahorrar en dólares con existencia independiente de la conveniencia de ahorrar en dólares. Cambiemos la conveniencia y veamos si cambia o no la cultura.
La moneda indexada nos lleva a otra trampa del kirchnerismo, que es en realidad una oportunidad. El arreglo del Indec debe ser inmediato. Aunque el de los holdouts lleve más tiempo, la confianza en un gobierno más creíble y el fin del cepo desplomarían los niveles de riesgo argentino. La Argentina puede aspirar a acercarse a un riesgo “peruano” (1,9%) y así reducir al menos a la mitad, de un mes para el otro, el interés que pagan gobiernos, empresas y familias. El beneficio inmediato es triple: al Gobierno le permitiría financiar el bache fiscal (gracias, kirchnerismo, por el no muy voluntario legado de deuda manejable) mientras el crecimiento y una política fiscal sin desbordes lo corrigen. Para las empresas, la caída del costo del capital es una mejora instantánea y relevante de la competitividad, que hace innecesaria una devaluación mayor. Y para las familias, el crédito podrá sostener los niveles de consumo y lograr que un programa antiinflacionario sea expansivo, como lo fueron casi todos en el pasado. Es una combinación políticamente ganadora.
Queda lo más difícil: convencer a la sociedad, en particular a gremios y empresarios, sobre la tasa de inflación a la que se aspirará en 2016. Más que el número concreto (que difícilmente sea mucho menor que el de este año de inflación reprimida) es importante que exista la percepción de un sendero descendente muy confiable. Para eso es imprescindible una marcha atrás en la Carta Orgánica del Banco Central. Que vuelva a colgar en su hall, si es necesario, el cartel de “Preservar el Valor de la Moneda” como misión fundamental. A estas alturas deberíamos haber aprendido que no hay un conflicto entre estabilidad de precios y crecimiento sino más bien lo contrario. Si el banquero central no puede ser alemán, que se convoque a quienes empezaron aquí el camino a las metas de inflación para que terminen su trabajo diez años después.
Ya está: ése es el 5% de las tareas que le toca al próximo gobierno.