Y aun alguna duda les queda....
De verdad pensas que un proyecto político que mato robando, defendió los DDHH bajando un cuadro ?
Manchando los pañuelos ?
Entonces... en la frase "Para la Gilada".... sos el Gil.
Memorias del latrocinio
04/05/2016 Por Sergio Serrichio @sergioserrichio
Cuando la corrupción alcanza escala macroeconómica.
Latrocinio / del lat. latrocinium
1. m. Acción propia de un ladrón o de quien defrauda a alguien gravemente.
Diccionario de la Real Academia Española (RAE)
¿Puede la corrupción gubernamental alcanzar escala macroeconómica? La pregunta no es trivial. El PBI de la Argentina se acercaba en 2015 a 450.000 millones de dólares. Que la coima en algunos negocios, la vista gorda en uno que otro desfalco impositivo, la apropiación fraudulenta de ciertas empresas o los sobreprecios en la obra pública tengan “dimensión macro” significa hablar de decenas de miles de millones de dólares por año, a lo largo de más una década.
Entre 2003 y 2015 las aguas en las que la corrupción pudo pescar fueron ciertamente generosas. En abril de 2003 la recaudación impositiva fue de 5.453 millones de pesos. En diciembre de 2015, el último de las gestiones kirchneristas, fue de 145.034 millones, un 2.860 % más. Puesto de otro modo: sobre el final de la era K el fisco recaudaba por día más de lo que al inicio recaudaba por mes. En su discurso de apertura del año legislativo, el presidente Macri lo dijo en estos términos: entre 2003 y 2015 los argentinos pagamos en impuestos 694.000 millones de dólares más de lo que pagamos en la década del noventa.
Ese brutal aumento de la presión impositiva, sin embargo, no alcanzó para solventar el gasto público, que en 2015 excedió la recaudación en unos 300.000 millones de pesos. Esto es, hubo casi 7 % de “déficit fiscal” al cabo del período de mayor abundancia fiscal en seis décadas.
¿Cómo explicarlo?
Las historias de “capitalistas amigos” o testaferros del poder son numerosas. Por caso, los 8.000 millones de pesos que las empresas del grupo Indalo, de Cristóbal López, no pasaron a la AFIP del Impuesto a la Transferencia de Combustibles (ITC), o los 1.070 millones más que retuvieron indebidamente de multas, peajes y aportes jubilatorios, o los 24.500 millones de pesos en obras asignadas por Santa Cruz a Austral Construcciones, empresa que Lázaro Báez, un ex cajero del Banco de Santa Cruz, creó apenas doce días antes de la jura presidencial de Néstor Kirchner, o las decenas y decenas de concesiones petroleras a empresas vírgenes de experiencia petrolera, o la inservible central de energía a carbón de Río Turbio, o los contratos de ElectroIngeniería en líneas de transmisión eléctrica, en Atucha II y en el modo sospechoso en que le fue aceptada la oferta para construir, junto a empresas chinas, las “represas patagónicas”, la más costosa obra pública adjudicada en la era K, o excentricidades financieras como pagarle cash y por adelantado al FMI para luego endeudarse a tasas mucho más altas con Venezuela, y pagar de más el “cupón del PBI” por ocultar la inflación y sobrestimar el crecimiento, y pagarle hasta los punitorios al Club de París y chito-chito a Repsol por la expropiación de YPF, o la compra de material ferroviario inservible a España y Portugal y carísimo a China, y de chatarra espacial a Canadá por parte de Guillermo Moreno, y de combustible carísimo por la estatal Enarsa, o el manejo a la marchanta de Aerolíneasy la explosión de empleo “militante” en esa empresa, el ministerio de Justicia, el reestatizado Correo y la Anses, o el costo delirante del “Centro Cultural Kirchner” y los catálogos audiovisuales que pagó con alegría el ministro Julio De Vido.
La enumeración no alcanza, sin embargo, a dar cuenta de la escala macroeconómica que alcanzaron el despilfarro y la corrupción.
El economista y consultor Federico Muñoz actualizó a nuestro pedido una elaboración que había hecho en 2011 para sopesar la magnitud del latrocinio. Por un lado, comparó la evolución entre 1994 y 2014 de dos indicadores oficiales de Inversión Pública: uno físico, en base a dos renglones del Indicador Sintético de Actividad de la Construcción (“Obras viales” y “Otras obras de Infraestructura”) y otro monetario, en base a los datos de la Dirección Nacional de Inversión Pública, que en los años K pasó a depender del ministerio de Planificación. Esto es, de De Vido.
El Gráfico 1 muestra que entre 1994 y 2004 esos indicadores se movieron más o menos a la par. Esto es, el indicador físico de Inversión Pública (suerte de síntesis de cuántos kilómetros de rutas, gasoductos o líneas de transmisión eléctrica, o cuántas usinas, escuelas u hospitales públicos se construyeron) variaba en armonía con el indicador monetario, esto es, el valor de la obra pública en pesos constantes, descontada la inflación. El nombre de la enorme brecha que empieza a abrirse a partir de 2004 entre esos indicadores está cantado: sobreprecios.
Pero aunque la obra pública fue el principal ducto y le permitió alcanzar a la corrupción escala macroeconómica, también hubo otros, como las “transferencias al sector privado” (subsidios, en especial a empresas), “gasto en bienes de consumo” (alimento de la “patria contratista”), déficit de las empresas públicas (ejemplo: las transferencias a Aerolíneas) y otros rubros opacos del presupuesto, renglones que Muñoz agrupó en la categoría de “Gasto Público corrompible” (no entra aquí, por ejemplo, el pago de salarios, jubilaciones y planes sociales).
El resultado del ejercicio, también para el período 2004-2014, fue aún más sorprendente: el gasto “corrompible” creció de 8.400 millones de dólares anuales en los años de Menem a 11.000 millones en la presidencia de Néstor Kirchner, a 32.400 millones en la primera presidencia de Cristina Fernández y a 36.300, siempre por año, en la segunda. La suma arroja, para los doce años y medio de gestiones K, 324.300 millones de dólares. Tal la “base imponible” de la corrupción.
Prudente, Muñoz dice que la divergencia entre las curvas física y monetaria de la obra pública no es una “prueba irrefutable” de sobreprecios, pero sí “llamativamente consistentes” con esa hipótesis. En cuanto al “gasto corrompible” se permite el optimismo: si fue de tal magnitud, dice, hasta es posible que una gestión transparente y honesta del gasto público signifique per se un ajuste fiscal que devuelva sustentabilidad a las cuentas públicas.