sábado, 10 de septiembre de 2016

Odio a los indiferentes



Hay momentos de la historia de la humanidad o de un país o personal, en donde no optar, no es una opción ética o moral aceptable.


“11 de febrero de 1917

Un evento: la guerra. Un lugar: Turín. Un tiempo: 1917-1918. En el medio: Caporetto; las huelgas por el pan; la caída del zar en Rusia y luego el asalto al Palacio de Invierno; la entrada de Estados Unidos en la guerra; la entrada de las tropas británicas en Jerusalén; el fin de los conflictos y la disolución de los imperios centrales. En medio, el inicio de la última gran epidemia en Europa, la gripe española (sólo en Italia hubo medio millón de muertes entre 1918 y 1919). Es el siglo XX, sin duda.
En aquel clima, Gramsci fue uno de los pocos intelectuales jóvenes al que una discapacidad física mantuvo lejos de la trinchera. Muchos de sus amigos fueron llamados a filas; algunos no volvieron. En Turín, el hambre, el agotamiento, las fábricas y los trabajadores vuelven a ocupar el centro del escenario. Hay una guerra con todas sus miserias, pero también con todos los problemas que empiezan a vislumbrarse. Necesitamos un ojo agudo para verlos y una mirada intensa para darles sentido. Antonio Gramsci tiene ambas cosas.”




“ODIO a los indiferentes. Creo, como Friedrich Hebbel, que «vivir significa tomar partido». No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes.
La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que a menudo se ahogan los entusiasmos más brillantes, es el pantano que rodea a la vieja ciudad y la defiende mejor que la muralla más sólida, mejor que las corazas de sus guerreros, que se traga a los asaltantes en su remolino de lodo, y los diezma y los amilana, y en ocasiones los hace desistir de cualquier empresa heroica.
La indiferencia opera con fuerza en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad, aquello con lo que no se puede contar, lo que altera los programas, lo que trastorna los planes mejor elaborados, es la materia bruta que se rebela contra la inteligencia y la estrangula. Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos, el posible bien que un acto heroico (de valor universal) puede generar no es tanto debido a la iniciativa de los pocos que trabajan como a la indiferencia, al absentismo de los muchos. Lo que ocurre no ocurre tanto porque algunas personas quieren que eso ocurra, sino porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, “deja que se aten los nudos que luego sólo la espada puede cortar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta podrá derogar, deja subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá derrocar.
La fatalidad que parece dominar la historia no es otra cosa que la apariencia ilusoria de esta indiferencia, de este absentismo. Los hechos maduran en la sombra, entre unas pocas manos, sin ningún tipo de control, que tejen la trama de la vida colectiva, y la masa ignora, porque no se preocupa. Los destinos de una época son manipulados según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones personales de pequeños grupos activos, y la masa de los hombres ignora, porque no se preocupa. Pero los hechos que han madurado llegan a confluir; pero la tela tejida en la sombra llega a buen término: y entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo y a todos, parece que la historia no sea más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del que son víctimas todos, quien quería y quien no quería, quien lo sabía y quien no lo sabía, quien había estado activo y quien era indiferente.  
“Y este último se irrita, querría escaparse de las consecuencias, querría dejar claro que él no quería, que él no es el responsable. Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: Si yo hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas, ¿habría ocurrido lo que pasó? Pero nadie o muy pocos culpan a su propia indiferencia, a su escepticismo, a no haber ofrecido sus manos y su actividad a los grupos de ciudadanos que, precisamente para evitar ese mal, combatían, proponiéndose procurar un bien.”

Antonio Gramsci

https://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_Gramsci

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